sábado, 8 de junio de 2013


La luz verde (o de como los sueños enceguecen)




Uno la observa...
una luz que en algún momento de la vida ha aparecido al otro lado del lago.
Brillando.

Y desde ese momento...
La posibilidad de alcanzar ese resplandor es lo único que importa.
Que importará.
Que importó jamás.

Todo lo que se hace a partir de que se ha mirado la luz, es para ella.
Cada logro.
Cada fracaso.
Cada respiración.
Cada latido.

Uno nunca más vuelve a estar solo, y a la vez...no podrá volver a sentirse verdaderamente acompañado.
A no ser que se atrape a la luz.
Por que ella da sentido.

Así que uno construye un bote.
Abandona el presente y el futuro por un pasado que no llegó a ocurrir.
Se rema a contracorriente, esperando... esperando....

...Que la luz siga ahí.

(La luz no existe)

Se rema a contracorriente, esperando... esperando....


....Que uno logre morirse creyendo aún en ella.




sábado, 1 de junio de 2013


Historia de Fantasmas



Hay una trampa en lo que los ojos nos muestran. Observo a través del lente de la cámara la silueta de los recién casados que me sonríen en una pose inocentemente rígida. Sé que no me sonríen a mí, sino al lente; sé que no sonríen al lente sino al futuro, se sonríen a ellos mismos. Oprimo el disparador y en ese instante una parte de la pareja queda atrapada dentro de la imagen –que aún no existe más que en la memoria de la cámara- mientras el resto continúa en la boda. La cámara junto con los ojos, engañan. Lo que nos muestran no es el presente, sino el pasado, esas milésimas de segundo en que la luz tarda en llegar a la pupila nos alejan del ahora. Siempre estamos atrás, por más que nos esforcemos nunca conoceremos otra cosa que la espalda del presente, hasta la muerte.

La muerte es la culminación del no ser en su máxima potencia. Antes de morir uno debe tener algo que perder, como un nombre, una profesión, una edad. Yo tengo las tres cosas. Soy Disa. Soy fotógrafa. Tengo treinta años. Las mesas del salón están cubiertas de manteles rojo pálido, en los centros han colocado cuatro orquídeas de la misma tonalidad. Conozco esas flores. Son Disas, como yo. Mi nombre proviene de ellas. Desde hace un par de horas, tres niños han cortado algunas de las orquídeas para después llevarlas a la fuente y arrojarlas a su centro. Observo la masacre desde mi cámara. Capturo el rostro de éxtasis del más pequeño cuando ahoga una de las Disas en el líquido cristalino. Veo como los demás invitados continúan con sus vidas mientras la de las orquídeas termina definitivamente. Eran Disas. Eran centros de mesa para boda. Tenían aproximadamente tres o cuatro años.

Alguien con la corbata deshecha me hace señas. Sé que no me hace señas a mí sino a la cámara que dormita en mi cuello. Víctor me dijo una vez que los que eligen la fotografía como profesión irremediablemente se convierten en fantasmas. Afuera llovía y mientras Víctor me decía que elegir la fotografía como profesión es convertirse en fantasma, gotas se escurrían por el cristal de su sala. Recuerdo que me pregunté si los fantasmas lloraban o si se conformaban con sentarse a observar la lluvia. Tal vez lo dije en voz alta porque Víctor comenzó a reír. “A nadie le importan los fantasmas, Disa.” –me comentó sin dejar de carcajearse. La siguiente vez que nos vimos fue años después, cuando me contrató para fotografiar su boda. Ese día me di cuenta de que los fantasmas pueden llorar, que en la memoria de los fantasmas perduran viejos amores. El alguien con la corbata deshecha me guía hacia el centro del salón, sin decir nada me señala al novio, a quién sus demás amigos lo han cargado entre sus manos para hacerlo subir y bajar en el aire. Lo que observo no está ocurriendo justo ahora, sino que ocurrió hace menos de un segundo. ¿Se darán cuenta que eso que retrato es su pasado? El flash cobra vida mientras la espalda del presente se manifiesta sin que nadie la note.

Ahora estoy sentada en una de las sillas rojo pálido, mirando sin mirar hacia el frente. El peso del cíclope que duerme en mi cuello ha comenzado a rasgarme la piel. Lo rozo ligeramente con los dedos, al instante mi piel arde. Eso tampoco es verdad, hay un espacio, indoloro, milimétrico, antes de que la señal eléctrica viaje desde el cuello hasta mi cerebro. Ocurre tan rápido que a simple vista parece no existir, pero es en ese espacio donde muere el antiguo yo y nace esa nueva versión de nosotros mismos, un vertedero de cadáveres a los que pocas veces se les recuerda. Desgraciadamente yo recuerdo. Desgraciadamente yo me recuerdo.

Sentada en la silla rojo pálido mientras los invitados se van despidiendo uno a uno, mi mente se transporta hacia Víctor. Hacia su boda. Víctor vestido con su traje formal. Víctor dando un brindis en honor a su nueva esposa cuyo rostro permanece negro, irreconocible para mí. Víctor bailando. Quería que me mirase, que reconociera a la persona que fui. Pero Víctor sólo sonreía a la cámara, no porque no me reconociera sino porque ahora era yo un fantasma y él era de carne y hueso. Un espacio, milimétrico, nos separaría siempre. Tal vez fue esa indiferencia lo que me indujo a espiarle, a seguirle fuera del lugar hasta un almacén. Escuché una voz femenina dentro, una voz que no era la de su esposa ni mucho menos mía. Una voz rasposa, que arrastraba el alcohol por entre sus sílabas. Una voz que le pedía a Víctor que le levantara la falda, que por favor le levantara la falda y besara sus senos. Entreabrí la puerta.

Víctor me daba la espalda de la misma forma que lo hacen los invitados en este momento, como el presente siempre lo hará. La espalda es lo primero que le miré antes de fijarme en sus manos que se hundían dentro de la blusa de la mujer pelirroja, como barcos perdiéndose en el mar. La pierna derecha de Víctor se encajaba en la entrepierna de la mujer y ella no hacía más que pronunciar palabras entrecortadas y vagos “Si. Si” que se estrellaban en mis oídos como moscardones. No dejaba de pasear la lengua rojo cereza sobre su boca o morderse el labio inferior. Víctor le decía algo en susurros mientras se desabrochaba el pantalón dejándolo caer sobre el piso. No me di cuenta que había levantado la cámara hasta que percibí su peso entre mis dedos. Observar la escena a través del visor le daba un toque irreal, como si no fueran mis ojos los que percibieran, sino la lente; la cámara es la que recibió de frente el relámpago fungiendo como pararrayos y lo transformó en imagen, en algo digerible, mientras yo me resguardé infantilmente tras ella. Tomé una foto antes de marcharme. Una.

Miro mi reloj, para cuando levanto la vista ya no recuerdo la hora. El salón está casi desierto. Otro alguien se acerca hacia mí con un sobre blanco en sus manos, me entrega el sobre, me da las gracias y sin ninguna ceremonia me conduce a la salida. Conforme bajo las escaleras dibujo en mi mente la imagen de un cajón en mi alcoba, cajón en cuyas entrañas yace una fotografía. Una. Pedazo de papel fotográfico doblado de las puntas debido a la constante presión de mis yemas. Sé que la volveré a mirar hoy antes de acostarme, intentando sobrepasar la espalda del hombre de la fotografía convirtiendo así mi presente en un nuevo futuro. Quizás hoy…

 
“A nadie le importan los fantasmas, Disa”