miércoles, 9 de marzo de 2011


Gala



Es el mismo sueño, noche tras noche.

Comienza con ese chico de overol azul y mirada opaca que ingresa a pasos lentos en mi fantasía, así, como lo haría una chiquilla tímida, evitando todo contacto ocular con cualquier cosa que se mueva o al menos aparente vida. Es a los pocos segundos que noto la flauta que resguarda en una de sus manos, sé que hay algo raro con su instrumento en particular pero jamás logro vislumbrar qué. Cuando sus labios pertubadoramente femeninos rozan el artefacto, la tierra parece sentir el contacto y en respuesta comienza a vibrar en ondas diminutas, casi imperceptibles, apenas susurros que el niño recibe desde sus pies descalzos.

Siempre dicierno el segundo en que comenzará la música, un pequeño pinchazo en mi pecho me indica que lo peor viene, sin embargo en cada ocasión me inunda esa expectativa que acompaña a lo desconocido, una ola submarina que se lleva lejos mi aliento. Antes de poder reaccionar caigo en la cuenta que la melodía ya ha iniciado. Notas musicales que obviamente no existen en el plano real pero adquieren fuerza por ese caracter improcedente se abren paso creando vida, literalmente. La tierra cual mujer preñada, se rasga para dar cabida a un sin fin de plantas de diversas tonalidades; llega a convertirse en algo desenfrenado, un bacanal incestuoso del cual el muchacho ni se da por enterado, al menos hasta que el reptil sale a escena.

Suelo querer advertirle, decirle que se encuentra en peligro, mis labios no se mueven, de alguna manera se que han muerto y por lo tanto yo con ellos, no soy más que un expectador del festín herbolario. El saurio se mueve en oscilaciones absurdas, saboreando con esa lengua bífida el aire impregnado por las exhalaciones del niño, lo ubica, le identifica como el alborotador, el que quiere traer vida a su mundo ya pútrido. Es entonces cuando el lagarto muestra sus dientes para posteriormente hincarlos en el cuello del chico; la sangre no es roja sino verde, de la misma tonalidad que las matas a su alrededor, la música se detiene y no queda en el espacio otra cosa que esos ruidos como de succión provenientes del animal. Sigo sin moverme, excitado y aterrorizado hasta lo más profundo de mi ser.

Despierto cuando el ofidio me guiña el ojo, mi lengua no deja de emanar ese regusto a sangre.

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