lunes, 8 de febrero de 2010


月の花嫁


La luna se apaga, así, de la nada, cómo una vela que ha perdido la mecha en algún lugar entre la cera esparcida en las nubes. Las farolas, intentando burdamente parecer luciérnagas intentan escapar de sus jaulas. Las personas no lo notan en un principio, la oscuridad carcomedora que desde arriba les observa. Metidas en asuntos estúpidos, chistes y coitos inconsumables. Los seres vivos siguen sonriendo sin que ninguno tenga la intención de alzar la cabeza hacia el cielo, hace mucho que prefieren dar escrutinio al suelo, observar las piedras sucias y a los animales rastreros en busca de alguna moneda que haya perdido a su dueño.

Las tinieblas avanzan, llevándose primeramente a los críos olvidados en las camas, crísalidas que jamás podrán extender sus alas fuera de la madriguera. Esta vez no importa si hay sangre de carnero adornando la puerta, aquél ser oculto entre la oscuridad ingresa en las posadas sin otra intención más que extinguir de una vez por todas a la mayor plaga que alguna vez haya podrido al planeta tierra. Nosotros. Los tan llamados "humanos". Los pequeños, creyendo que se trata de algún ser mítico, le extienden los brazitos en espera de recibir un presente o un calor que su familia nunca les ha proporcionado. Mueren, se deshacen en cenizas negras al entrar en contacto con la aparición. Lo curioso, es que su último gesto es aparentemente una sonrisa, una faz placentera. No hay llanto, no hay alarma, los adultos siguen con su festival.
Las telerañas en los rincones de las callejuelas se agitan, los perros se ocultan y los gatos lamen a sus cachorros mientras las ratas vuelven a las alcantarillas. Bailarinas levantan sus piernas grácilmente en el escenario improvisado que se ha convertido la plaza central. La cerveza se reparte, las prostitutas se esparcen aparentando no ser más que cartas de un juego de pokar. Tanto vagabundos cómo hombres vestidos de gala confluyen en el lugar. Las farolas una a una son engullidas por la noche. Aquél ser se desliza sin proporcionar alguna pista que indique su presencia, nada más que un ligero siseo que se escapa de algo parecido a una boca en su supuesto rostro.

La escena final comienza con una mujer gritando a todo pulmón mientras sus labios expulsan saliva rojiza, continúa su canto infernal al mismo tiempo que con sus manos cubre sus ojos. La oscuridad no permite ver la sangre que se escurre a través de las falanges. De un sólo mordisco el ser le ha quitado los globos oculares. Se arrodilla en el suelo, y, sin parar de gritar, se abre el vestido para revelar un agujero en dónde antes estaba su vientre. Es ahí, observando por entre sus intestinos la calle que no debería verse si ella poseyera aún todos sus órganos, qué los demás se dan cuenta de que algo va mal. Y, por fin, sus miradas se enfocan en el cielo.

Súplicas, llantos y negaciones reemplazan la melodía que unos momentos atrás provocaba alegría. El cuchillo negro se desliza, abriéndose paso entre cuellos, gargantas, estómagos y piernas. Mueren en el más oscuro suplicio mientras las bailarinas no dejan de bailar empadadas en un líquido viscoso. Son las únicas testigos de lo que ocurre bajo ellas, por eso, temiendo que su turno llegue, continúan con su danza, una danza corrupta e interminable.

Muchos rezan a un Dios que habían olvidado en sus cajones, pero esté ya no desea escuchar. El sol retrasa su salida, regodeándose con el paisaje que le antecede. Incluso la luna, cómplice nocturno de los pecadores, les ha dado la espalda sin siquiera dignarse a salir.

Nadie escucha, nadie puede escucharles, ya que ese ser oscuro se ha amputado las orejas.

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